viernes, 2 de agosto de 2024

La inauguración de los JJOO

Soy afrancesada, casi medio francesa. Mi ciudad preferida del mundo es París. Amo la cultura francesa y he dedicado muchos años de mi vida a su música. Así que, al sentarme a ver la inauguración de los Juegos Olímpicos 2024, partía con muchos a priori favorables. 

Me alegró ver recuperada a Céline Dion. Sé que cualquier cantante luchará por recuperar su voz, así que no me sorprendió su potencia vocal, pero sí me llamó la atención el contraste entre las imágenes que estábamos viendo y las de estos últimos meses. En el documental «Soy Céline» ella reconoce haber utilizado la mentira para no confesar que padece el Síndrome de la persona rígida. Si ha habido mentiras, ¿ha habido también una excesiva dramatización de la enfermedad? ¿O solo se ha jugado magistralmente con los tiempos para que, teniendo en la memoria las imágenes de la cantante envejecida y enferma, contemplemos su resurrección en París cual ave fénix? En cualquier caso, me alegra de verdad que pueda volver a cantar y que haya dado visibilidad a una enfermedad rara y autoinmune. 

Yo no me di cuenta, quizá porque me estaba fijando en otros detalles, de lo de La Última Cena, pero menuda metedura de pata. 

Los franceses tienen un problema muy serio con los símbolos de los demás, sean religiosos o de otro tipo.

Les parece natural utilizarlos en el contexto que consideren adecuado. Ellos no ofenden, se ofende el que se lo toma mal; pero, imaginemos que a algún diseñador de las equipaciones deportivas se le hubiera ocurrido utilizar algún símbolo francés, como la Torre Eiffel, y plasmarlo en la zona del glúteo. Y que, además, se hubiera dibujado tambaleante, por ejemplo, como si estuviera borracha. Si, ante las televisiones de todo el mundo, alguien hubiera hecho algo que pudiera interpretarse como burla de un símbolo del patrimonio francés, no creo que el presidente Macron y la alcaldesa de París se hubieran ahorrado los comentarios sobre la falta de respeto hacia el país anfitrión.

Nunca he entendido bien por qué, en esto de los símbolos, tienen dos raseros. Por qué podemos ser una Francia laíca y racional con los símbolos de los demás, pero es de pésimo gusto burlarse de la grandeur française.

Primero se incendiaron las redes sociales, después siguieron hashtags y recogida de firmas, un comunicado por parte de algunos líderes musulmanes, calificando de «vergonzosa» la escena, y ahora una denuncia que veremos si prospera. Me gustaría poder decir que ha sido un error del artista Thomas Jolly, autor de la brillante idea, pero no. No es la primera vez que pasa ni será la última porque banalizar los símbolos de los demás es algo genuinamente francés. 

Por último, me encantó el documental sobre París. 

Es una ciudad muy hermosa. Durante las horas de retransmisión casi me olvido de que era una fiesta deportiva, concentrada en identificar, en cuanto aparecían, las miles de referencia a la cultura francesa.

Menos mal que al final Zidane le dio la antorcha a Nadal y volví a la realidad de que aquello era un evento deportivo, pero cuando luego se juntaron Amélie Mauresmo, Serena Williams y el propio Nadal me volví a despistar y pensé «Ah claro, es la inauguración de Roland Garros».

Amo a Francia con sus defectos. La amo tanto que fui capaz de pasar años en sus instituciones de élite musicales centrada en la música francesa como si Mozart, Beethoven o Brahms fueran solo fruto de mi imaginación. Me apena cuando pierden el equilibrio, ese equilibrio que ellos mismos supieron rescatar de la Grecia Clásica y han llevado a su arte.

El Sena, París, Francia, su historia, literatura, música y cultura urbana pasaron por delante del deporte y de los deportistas. En la inauguración solo se permitió brillar a los que, como Rafael Nadal, son también parte del patrimonio francés. ¿Me molestó, cuando caí en la cuenta, lo de La Última Cena? A mí, no. ¿Me pareció espectacular la inauguración? Algunas partes sí, otras no, y la ciudad siempre. ¿Brillante? Algunas partes sí. ¿Desequilibrada? Muchísimo. 

Cuando apagué la televisión después de casi tres horas tuve el mismo sentimiento que algunas veces en mis años de Francia cuando solo se hablaba, pensaba, investigaba e interpretaba el patrimonio musical francés:

«Lo poco agrada y lo mucho cansa».

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