lunes, 26 de agosto de 2024

La verdad de la naturaleza

 El viernes pasé una muy mala noche, casi no dormí. Tenía todo preparado para la excursión a León del sábado y daba vueltas en la cama pensando que, si no dormía, no podría afrontar el plan del día siguiente. Para animarme y no ponerme más nerviosa recordé que mi primera subida al Monte Perdido fue después de una noche de cuatro horas, en aquel caso por la emoción y la ilusión. 

Al día siguiente me desperté cansada pero con fuerzas para sacar adelante mi proyecto. Antes de llegar a Sabero paré en una entrada de la carretera a dejar un audio a un amigo que me había escrito el viernes por la noche. Aunque le comentaba los problemas que me habían quitado el sueño la víspera ya sentía la diferencia de temperatura de casi 15 grados entre Valladolid y Sabero; veía ante mí una vegetación que ya no correspondía a la meseta y escuchaba sonidos diferentes a los que puedo oír cada día en los pinares de Valladolid. Aún no había llegado a mi destino y, en el fondo, el día no había comenzado y ya sentía cómo se me empezaba a regenerar el cuerpo y la mente. 

Mi primera parada era Sotillos y Ollero de Sabero para disfrutar de la Camperona, esa cima de 1597 tan famosa para los ciclistas. Allí se quedaron parte de mis preocupaciones y para cuando me volví a montar en el coche camino de Ciñera ya estaba a miles de kilómetros del día anterior. Quise expresamente pasar por Candenedo de Fenar donde viví una aventura con mi perra Titania que he escrito y está publicada. Paré en los mismos lugares que estuve con ella y retrocedí en el tiempo unos cuantos años, como si ella estuviera aún con nosotros. Deseé que pronto se organice otra carrera de orientación en la zona para volver por allí a competir. 

El resto de la ruta hasta Ciñera ya me sentí en una nube. ¿Problemas? Ninguno. ¿Preocupaciones? Tampoco. Me sentía plenamente feliz, sin sueño, sin hambre, sin cansancio, contenta de disfrutar de una temperatura veraniega pero sin calima.

En Ciñera recorrí el pueblo de arriba a abajo, fotografiando los murales, parándome en cada esquina para ver la perspectiva de las montañas que la rodean y jugando conmigo misma a predecir la precipitación que, en efecto, cayó a las tres de la tarde. Hablé con sus habitantes, compré miel y después me senté en las gradas del antiguo campo de futbol para que los perros, y en especial Chiqui con su silla de ruedas, se divirtieran bajo la lluvia. 

Estábamos solos, pero, al cabo de una hora se echaron a correr como locos en dirección a María, otra habitante de Ciñera, que luego tuvo la amabilidad de sentarse conmigo y explicarme muchísimas cosas del municipio. Antes de irme y, mientras paseaba con ella, diseñé en mi mente los próximos recorridos que haré desde allí, algunos clásicos y otros menos. 

Durante el regreso a Valladolid me sentía por completo en paz y me acordé de la frase de San Agustín que da título a esta entrada del blog: 

«La naturaleza es la mejor maestra de la verdad»

Eso es. 

En las vidas de todos los días hay mil verdades, la de cada uno de nosotros, la de las diferentes percepciones que cada uno tenemos, más las que se forjan con las mentiras, conscientes o no, con las formas más o menos patológicas de autoengaños humanos. Además está la ilusión de no querer ver la realidad cuando es compleja, o lo contrario, la desesperanza de verla peor de lo que es. 

En la naturaleza todo se coloca en su lugar, como si por fin fueras capaz de armar un puzle que antes no sabías ni por donde comenzar. En la naturaleza consigues distinguir, dentro de tu propia vida, lo que es verdad de lo que no. Te das cuenta de lo que quieres y lo que no, de lo que quieres de corazón mantener en tu vida y lo que no. 

A lo largo de mi vida he conocido grandes cosas y personas, pero nada igual a la naturaleza. Muchas de las actividades que he hecho desde la infancia, como tocar el piano, leer, escribir, estudiar, nadar, etc. relajan mucho y son fantásticas para la salud mental, pero en mi vida nunca ha habido nada tan poderoso para mi equilibrio como la naturaleza. En el resto de los universos que he citado soy yo la que hago la inmersión, el esfuerzo y, al cabo de un rato, corto o largo, siento los efectos benéficos de esas actividades. 

En la naturaleza no hago nada, no me esfuerzo, me limito a estar y ella entra en mí y me devuelve todo: la energía, la fuerza, la serenidad, la ilusión, la vida. 

Al regresar el sábado hacia Valladolid pensé que solo tengo, en el fondo, un problema: que estoy pasando pocas horas por semana en la naturaleza. Ahí está la clave y la solución de todo lo que necesito y esa fue mi conclusión, porque por muchas cosas que haga y resuelva, en unos meses o años no recordaré nada de lo que hice el lunes, martes o miércoles de la semana pasada, pero nunca olvidaré aquel sábado de agosto en la montaña de León.

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