domingo, 29 de septiembre de 2024

Aplicaciones de comida caducada

Se han puesto de moda las aplicaciones de comida caducada. No se denomina así pero de eso van. Los establecimientos que quieran darse de alta anuncian bolsas o paquetes de comida que no han conseguido vender y que no está fresca al 100%. Cada uno ofrece lo que tiene: las panaderías y pastelerías panes, pasteles, bollería salada y dulce. Los supermercados todo tipo de producto que está a punto de caducar, sean lácteos, carne, pescado, frutas y verduras, bollería y pastelería, incluso bebidas con y sin alcohol. Los restaurantes parte de sus menús del día anterior o del día en curso que no quieren dejar para el día siguiente. Los hoteles una parte de los bufes del desayuno. 

En la aplicación está anunciado lo del mismo día y lo del siguiente, lo reservas, pagas y vas a por ello en las horas establecidas por el establecimiento. Algunos dar un margen de más de cuatro horas y otros solo media hora, en una horquilla que creo que va desde las 9 de la mañana hasta las 12 de la noche. 

Siempre son paquetes sorpresa, no puedes elegir ni cambiar productos. Es cierto que si has reservado en una franquicia cuyo producto es al 90% Donuts, pues ya sabes que eso es lo que tendrás. En cambio en el mismo supermercado puede variar mucho. En las fruterías siempre suele poner frutas y verduras, la mayoría tocadas y/o muy maduras. En las pescaderías moluscos o pescados de los más baratos y en las carnicerías más o menos igual. 

Las he probado y mi conclusión es clara: todo depende del establecimiento. Por eso es muy interesante tanto la valoración de los otros clientes como la propia. No todos tenemos los mismos estándares, pero «cuando el río suena es porque agua lleva». En mi caso nunca he cogido nada de un establecimiento que tenga una valoración de menos de 4 sobre 5 y, aun así, me he llevado varias sorpresas desagradables. 

Los inconvenientes  mayores que yo he encontrado son dos: el primero, que hay productos que pueden fomentar el crecimiento de bacterias intestinales. Por mucho que separes lo que está malo, me han dado frutas y verduras demasiado tocadas en el exterior, con lo cual imagino que no era saludable comerlas; trozos de carne resecos y pescados que han debido ser un zoológico de anisakis y parásitos. El segundo que, incluso cuando la comida estaba en buen estado, no la necesitaba o era incompatible con mi estilo de nutrición. Me había costado muy poco dinero pero si me descuadra el menú o si la tengo que regalar, tampoco es una buena solución. 

Es cierto que algunos días me han dado mucho y bastante bueno, y eso es lo que te anima a repetir, pero, una vez probado y experimentado, creo que es más sostenible, por lo menos para mí, analizar bien lo que vamos a comer y solo utilizar estas aplicaciones si encajan en el menú y solo de aquellos establecimientos que dan el producto en buen estado. Supongo que cada vez se sumarán más comercios a estas iniciativas y que los que dan comida muy pasada y hasta en mal estado se hundirán o tendrán que mejorar. Todas las ideas para evitar el desperdicio son buenas y hay que probarlas sobre todo para volver a aprender a no tirar, a no desperdiciar y a comprar solo lo necesario.

Hacerse la tonta

                                    «Cuando uno es sencillo (en su habla, en sus actos, incluso en su poesía) corre el incómodo riesgo de ser tomado por tonto.» Mario Benedetti

En este despliegue constante de narcisismo en el que vivimos, la discreción, la prudencia, el reconocer que uno no sabe de todo lleva directamente a que algunas personas se crean que pueden manipularte sin que te des cuenta. Una sonrisa, un halago, una fingida muestra de empatía; o, por el contrario, el eterno juego de victimizarse intentando dar pena. Creen que cuela. Piensan que te estás enredando en la tela de araña que tejen a tu alrededor. Se van a la cama, esa noche, convencidos de que comes de su mano.

Yo me quedo pasmada, casi paralizada, observando, por un lado, tanta confianza en uno mismo, y, por otro lado, unas mentes tan básicas. Me dan ganas de decirles: 

-señores, que vivimos en la época de Internet 24h al día, que ahora todos sabemos los mecanismos de la manipulación, que hay millones de páginas de todo tipo, desde científicas hasta de divulgación muy simples, explicándolo. Esfuércense un poco. Ya que nos intentan manipular eleven un poco el nivel, que a uno le cueste detectarlo, no se conformen con este parvulario del chantaje emocional. 

Me hablan intentando convertirme en una marioneta de sus intenciones y yo escucho en silencio total. Mientras esas personas que se creen tan listas insisten e insisten, utilizando recursos de parvulario de manipulación, y creen que estoy cayendo en sus redes, desconecto del tema que estemos tratando para centrarme en el proceso. No puedo resistirme a la tentación, lo confieso: asiento con cara de no haber roto un plato y apostillo siempre en afirmativo con «claro, claro», «sí», etc. 

Por fin la conversación, el episodio, la situación termina y pienso para mí «menudo/a gilipollas», así, sin paños calientes. Me lo imagino felicitándose a sí mismo por la jugada, contándosela a su mujer o marido y pensando que el asunto ha concluido ahí porque me ha llevado a su terreno. 

Me entra entonces la segunda tentación: dejarle en su limbo, hacerme la tonta cuanto más tiempo mejor. Pasar desapercibida, ser invisible, mediocre, lo que haga falta para que la persona manipuladora se crea que me tiene en el bolsillo.

Saco la libreta, el cuaderno, el móvil, el ordenador  o lo que sea, y, en el tema en cuestión, sea el que sea, reviso y diseño el plan con mayor minuciosidad, contando que, además de las dificultades que tenga o de los obstáculos que puedan surgir, tengo que añadir esta persona en la que no se puede confiar.

Anoto las cartas que, en su esfuerzo y ejercicio para manipularme, han dejado ver mientras se han ido convencidos de que yo no tengo ni baraja. No es porque yo haya disimulado nada, es que la gente se cree tan superior, está tan segura de sí misma, que no duda de que con su discurso empalagoso o victimista, según los casos, hace contigo lo que le da la gana. 

Ese es el punto débil de una persona manipuladora: que no escucha. Que no ha oído una sola palabra de lo que tú hayas dicho, porque se ha esforzado en venderte su teoría, su versión; que solo le ha importado si te ha convencido con sus argumentos para conseguir sus objetivos. 

Cuando el día termina es un buen momento para evacuar el mal sabor de boca que te deja saber que han intentado manipularte, sin desanimarte porque haya gente en la que no cuajó la educación en valores, y felicitándote porque no has necesitado sacar el ego a pasear para demostrarles que te has dado cuenta de todo. Tomar nota y archivar en la memoria ante lo que estás y compensar con algo positivo y que te inspire sensaciones agradables y benéficas. 

El manipulador no suele soltar la presa hasta que no consigue lo que quiere, y puede que no encuentres todas las soluciones para hacerle frente sin ceder en 24 horas. Lo más seguro es que necesites días, semanas y meses para blindarte, pero no pasa nada. Día a día, paso a paso, hoy ya has conseguido que se crea que no te enteras de nada. Mañana más y mejor. Con paciencia, humor y guardando bien tapadas tus cartas, más pronto o tarde habrá un punto final y le estallará en la cara su pequeñez y mezquindad. 

miércoles, 25 de septiembre de 2024

Construir familia

 Siempre he creído en la amistad y en la pareja.

Siempre he pensado que no era necesario el ADN ni los vínculos legales o religiosos para establecer relaciones humanas muy profundas y duraderas. 

A la vez he fracasado repetidas veces intentando construir una relación sana con personas de mi propia familia parental. Por mucho que lo he intentado, unos no me ven y otros no me quieren. El paso del tiempo ha hecho el resto y confío menos en algunos de mis familiares que en amigos a los que, incluso, no puedo ver ni una vez al año. 

Al cumplir años, al hacerme mayor, cada vez me resulta más incómodo y menos natural formar parte de grupos humanos con los que no me identifico, por mucho que tengan mi ADN. Preferiría que la relación se rompiera para siempre, de forma amistosa y con agradecimiento por las cosas buenas, si hubo alguna, y ya está. Preferiría que existiera un apartado en las leyes para firmar un divorcio amistoso dentro de la familia y desanudar los vínculos, creados de forma tan artificial, para siempre.

Me temo que no sería la única, me temo que habría cola en los juzgados y que me darían cita para muchos, muchísimos meses después. Por mucha pena que dé, por mucho que duela, la familia es un conglomerado que, en muchos casos, no funciona bien e incluso funciona muy mal, con toxicidades que no toleramos en otras relaciones humanas. La herencia judeo cristiana, la necesidad de pertenecer a algo estable, la tradición, la costumbre, etc. nos llevan a empeñarnos una vez y otra y otra en sembrar, esperar y no cosechar nada o poco en tierras que nunca darán frutos. 

Me tomo cada día más en serio la labor de construir familia fuera de mi familia. Me pregunto cómo puedo hacer mejor todo el proceso, desde la selección hasta la consolidación. Y, cuando lo hago y lo hacemos bien, me da muchísima felicidad sentir las raíces y ver crecer las ramas de la relación. 

En definitiva, del modelo tradicional nos hemos ido abriendo a otros modelos familiares, casi tantos como formas hay de entender el concepto de «familia». Lo importante es que, día a día, la calidad de la relación gana posiciones frente a la tradicional supremacía de la genética, porque al final, con el mismo o distinto ADN, de lo que se trata es de compañía, solidaridad, empatía, cariño y amor. Y si no hay amor de nada sirve tener cromosomas en común. 

martes, 24 de septiembre de 2024

Maltrato animal

Hoy he vivido mi primer caso de maltrato animal. 

Sí, todavía siguen existiendo personas que están convencidas de que asustando, golpeando o dañando de alguna forma al perro pueden conseguir que mejore sus comportamientos. No hay reflexión alguna por parte del humano. Tal comportamiento molesta, maltrato al perro para que deje de hacerlo. Sin más. Salvo que no consideran «maltrato» las agresiones que hacen, sino adiestramiento.

El vecino de un familiar adoptó un perro de la perrera de unos cuatro años. El animalito, de tamaño medio, a los pocos días de venir, una tarde en que el vecino me invitó a pasar a su casa, me atacó por la espalda y me mordió. No fue leve, no fue grave, los dos jerséis que llevaba me protegieron el brazo, pero necesité algo de tratamiento médico. Era la primera vez que un animal me atacaba y mordía y es impresionante tanto la fuerza como la fiereza que tienen. Estuve tranquila durante los minutos que duró y no fue a más. No denuncié a pesar de que la doctora que me atendió me dijo que era un error, que siempre hay que denunciar los ataques de animales, porque si no los dueños no suelen poner remedio.  Me equivoqué entonces y me conformé con pedirle al vecino que le llevara atado si le sacaba. No quiso ni ha querido hacerlo, el perro va suelto cuando le saca a pasear. No es mi casa, no es mi barrio, informé al Administrador de la Comunidad y al Alcalde del Municipio que no sé si hicieron algo, porque a día de hoy sigue sacando al perro sin atar.

Cuando yo he venido a casa del familiar del que es vecino, mis perros y el suyo se ladran mutuamente, cada uno en su parcela, pero se ladran a través de la verja medianera. Para el dueño del otro perro los ladridos de su perro son como una sinfonía de Beethoven, música celestial; pero los de los demás son un tormento. Un día mi perra Buni llegó con una herida en el hocico. Una herida rara que sangraba. No supe identificar qué la había causado pero sí lo relacioné con el vecino, no sé por qué, intuición femenina. Ella se había asomado a la medianera para ladrar e inmediatamente venía con esa herida, que no era un rasguño ni mordisco ni picadura. 

Otro día mis perros aparecieron calados, el vecino les había regado. Otro más con algo raro en el pelo, que tampoco supe identificar. Por fin, como la estulticia no tiene límite, el señor en persona me confesó cómo estaba intentando adiestrar, según él, a su perro y a los míos para que se lleven bien y no se ladren: con una pistola. No sé si de aire comprimido, de fogueo o qué porque el mundo de las armas es desconocido para mí.

Se lo pedí, pero luego pensé en el antecedente del ataque, la recomendación de la doctora de atención primaria y en su falta de responsabilidad llevando suelto al perro y me puse en contacto con la Guardia Civil. Por teléfono me dijeron que si el incidente no estaba sucediendo en el momento que no venían, pero que yo podía personarme en el cuartel correspondiente y poner una denuncia. Una hora después vinieron y pude escuchar cómo le decían al vecino que lo que había hecho era un acto de maltrato animal y que, si lo repetía, se lo tenían que llevar detenido. Me ofrecieron poner una denuncia dos veces, dije que no. Así como el día que me atacó su perro ni se me pasó por al cabeza, creo que si hoy me lo hubieran preguntado una tercera vez la habría puesto. 

No hizo falta que yo demostrara lo que había vivido: él intentó convencerles de las ventajas de su método de adiestramiento, mientras ellos le repetían que es un delito.

Así es como he vivido mi primer caso de queja y casi denuncia de maltrato animal, de los protocolos que hay que poner en marcha, de lo que implica para el que lo comete y de lo grave que es. No es agradable formar parte de una situación así y, antes de tomar la iniciativa de pedir ayuda a las autoridades, estaba tan nerviosa que se me ha olvidado por primera vez en mi vida pasar por caja antes de salir de un parking y, después, no era capaz de recordar cómo ir a una calle que conozco de memoria. 

Me siento agradecida por la evolución que han tenido y están teniendo algunas leyes. Tal vez hace décadas si una mujer de mediana edad se hubiera quejado de que el vecino pegaba tiros a los perros a ella la habrían calificado de histérica y con él se habrían tomado un carajillo en el bar del pueblo, pero hoy no es así. 

Nos queda, por lo menos a mí, bastante por aprender para tomar conciencia de cómo podemos defendernos de muchas situaciones que antes se consentían y ya no; que antes eran habituales y ahora están calificadas como delitos. Y, aunque  resulte muy desagradable o incluso te estropee el día, hay que decir «basta» y sumar en la buena dirección. 

lunes, 23 de septiembre de 2024

Los dueños de perros

 Siento devoción y pasión por los perros, sobre todo por los míos. Así que sí, según la Ley soy propietaria de dos perros. No voy a escribir aún sobre los maltratadores de animales porque es un tema demasiado triste y doloroso para empezar la semana. Me voy a conformar con compartir mi opinión sobre el grupo al que pertenezco, el de los dueños de perros. 

Hace días paseaba a las ocho de la mañana por un parque cercano a la playa de Canet d'en Berenguer. Un hombre joven, de menos de 40 años, pegado al móvil, paseaba a su Bull Dog, que era muy bonito y parecía muy bien cuidado. El perro hizo sus necesidades a lo grande encima de la hierba y el dueño no lo recogió. Lo vio, entre pantalla y pantalla de móvil, pero... no había nadie o casi nadie en la calle, así que para qué. Sí llevaba bolsas en la correa, todo de último diseño. Allí dejó el monumento al excremento canino, bien visible, en medio de un césped cuyo cuidado y riego pagamos no sé si todos los españoles pero seguro que los residentes en Canet. No es la primera vez que veo algo así, ni la última. De hecho no hay semana que no me encuentre cuatro o cinco veces en la misma situación.

Segunda costumbre generalizada de los dueños de perros: llevarlos sueltos donde es obligatorio que vayan atados. «Mi perro no muerde», «no hace nada», «se me ha soltado», etc. Eso de que no muerde está por ver, siempre está por ver, porque no poseen unos incisivos de susto para adornar. Pueden darse mil circunstancias que empujen a un perro a morder y las mordeduras, por pequeñas que sean, tienen consecuencias: hematomas, infecciones, desgarros como poco. 

Es mentira que un dueño, salvo que sea un experto educador canino, pueda estar seguro al 100% de la reacción de su perro. Es mentira. Hay personas que, sin motivo aparente, les inspiran desconfianza e incluso, a algunos, agresividad. Hay gestos que los desconocidos hacen con la mejor intención, como acercarse, acariciarles, etc. que pueden provocar reacciones agradables o lo contrario. Pero es que no son solo las posibles mordeduras. Los perros jugando y corriendo pueden desestabilizar sin querer y hacer caer. Pueden empujar sin querer o queriendo, en un gesto afectivo y de juego. En ocasiones ellos saben muy bien cómo sortear el obstáculo humano que se interpone en la carrera, pero uno cree que no, se mueve y se produce el choque. Por último, se nos olvida que no todos amamos a los animales y a los perros, que no a todos nos parecen criaturas inofensivas. Dan miedo a muchas personas

Un perro suelto en una zona donde paseen personas es un peligro potencial y puede resultar desagradable y es justo que la Ley lo prohíba. Pues nada, todos los días me cruzo a alguien que lleva el perro suelto. Perros dóciles, perros muy dinámicos, perros incluso que ya han atacado alguna vez. Pobre de la persona que se le ocurra quejarse o denunciar. Se le cuelga en el barrio el San Benito de raro, intolerante y más. Solo por esperar de ti, dueño y dueña de perro, que cumplas la Ley. 

Que sí, que ya sé que es molesto llevar atado al perro (por el perro y por uno) y mucho más molesto recoger los excrementos y a veces cargarlos en una bolsita unos cuantos metros hasta la papelera mientras te llega su olor. Si para los que los amamos a estos seres nos preocupa en ocasiones las actitudes de otros perros sueltos con los nuestros o que las calles y parques parezcan un 3000 obstáculos de tantos excrementos que hay... ¿Cómo se sentirán los que no conviven con ellos y los aman?

Mi conclusión general es, en primer lugar, que no sé cómo los que no conviven con perros pueden tener tantísima paciencia y no pasarse el día denunciando. Las conductas humanas que he descrito se repiten casi todos los días, porque muchos dueños de perros hacen el mismo recorrido todos los días, sueltan al perro en el mismo lugar prohibido todos los días y no recogen los excrementos en el mismo parque o zona verde a diario, con lo cual sería muy fácil grabar y demostrar que el dueño Tal está incumpliendo la Ley. Esos a los que luego califican de intolerantes por quejarse una tarde son, en el fondo, muy benevolentes. Por otro lado, no acabo de comprender cómo conviviendo con seres tan altruistas y generosos no se nos va contagiando algo. 

No me extraña que las leyes que rigen ser propietario de perros se endurezcan porque, aunque casi todos los perros son majos, más de la mitad de los dueños son ingobernables, incluso cuando quieren a sus animales. 

jueves, 19 de septiembre de 2024

Pigmalion

 Conozco a un pianista que repite en bucle el mito de Pigmalion.

Él fue pianista de élite, con temporadas de muchos conciertos en los que siempre brillaba. Luego, tal vez por la exigencia de la carrera pianística o por otras razones lo ha ido dejando, aunque de vez en cuando da un recital donde parece que podría volver a demostrar que tiene algo único.

Encadena relaciones sentimentales siempre bajo el mismo patrón. Mujeres pianistas, más jóvenes que él, que apuntan maneras, trabajadoras, con ganas de esforzarse y triunfar. Durante el tiempo que dura la relación (desde unos meses a tres años como mucho), él las transforma, pule todo el talento que tengan y las introduce en el mundo del piano, les ayuda a encontrar conciertos, a prepararlos, a llamar la atención de patrocinadores o mecenas, en definitiva, a progresar. Lo consiguen: él por un lado, con toda su experiencia y capacidad pedagógica y ellas, por otro, con ilusión y trabajo. Es el efecto pigmalión, como si bastara la mirada de él, su presencia, para que todo lo que ellas puedan llegar a ser se manifieste. Ambos dedican mucho trabajo a la tarea pero aún así el resultado es mágico.

Por desgracia llega un día en el que él se cansa: «hasta aquí hemos llegado», «no eres tú, soy yo», «hasta luego Lucas». A él ya no le compensa o ha localizado otra que le atrae, gusta o enamora más. Ellas se quedan huérfanas: sin pareja, amigo, profesor, coach, acompañante... lo pierden todo de golpe. Son capaces de mantener el nivel que han conseguido con él, pero no de seguir acrecentándolo y, poco a poco, vuelven a caer en el anonimato del que él las sacó. Me imagino que tiene que ser devastador: ser una estatua, cobrar vida y que, al desaparecer el hechizo, tengas que seguir luchando sola para no volver a convertirte en estatua.

Los que asistimos a esta cadena de mujeres transformadas, siempre sabemos que la actual no será la última. No es que lo deseemos ni tenemos datos para demostrarlo pero observamos las mismas fases que se dieron con la última, la penúltima, la antepenúltima, etc. Y a mí, cada vez me da más pena, por ambos: por ellas, porque mientras las veo a ellas tan felices, con cara de que la relación y el progreso serán infinitos, siento que cada día que pasa están más cerca del final; por él, porque es un hombre sensible y durante cada relación se lo cree, cree que esta es diferente a las anteriores.

Mi teoría es que la pedagogía no es suficiente para llenar el corazón de alguien con mucho talento. 

Ver progresar a otro gracias a tu conocimiento, experiencia y compañía es muy estimulante, pero no tanto como desarrollarse uno mismo. Porque lo curioso en todas estas relaciones es que ninguna de ellas le da la vuelta a la tortilla; ninguna se plantea ser ella la que ayude a que él vuelva a los escenarios, la que acompañe en modo coach, entrenador, pareja. Tampoco se plantean, aunque vayan más despacio, que ellas progresen y que él vuelva. En el plano artístico siempre es él quien da y ellas las que reciben y yo no creo que esa ecuación pueda durar.

No puedo contar el final de esta historia ni plantear hipótesis de resolución o mejora, porque el modelo se repite de forma tan similar una vez y otra y otra que no creo que, sin ayuda profesional, puedan salir de él. Ni él, ni la actual pareja, ni las que están por venir.

miércoles, 18 de septiembre de 2024

Sologamia

  Si quieres casarte pero no tienes con quién ahora hay un plan b, la sologamia, el automatrimonio, que consiste en casarte contigo mismo. 

No es un procedimiento legal, no conlleva un acto jurídico, pero se está poniendo de moda, por ahora entre las mujeres. Organizan una ceremonia con familiares y amigos, modesta, compartida o por todo lo alto, y se juran ante sí mismas y ante todos "amarse y respetarse todos los días de su vida". Por supuesto hay que organizar la "boda", elegir el vestido de novia o el peinado, y concluir con la luna de miel, que suele ser un éxito porque solo tienes que ponerte de acuerdo contigo misma para elegir el destino. Eso sí, no te dan 15 días de permiso en el trabajo. 

La sologamia no impide tener pareja o familia y por ahora no ha habido "divorcios". Se podría pensar que, como no te queda más remedio que estar contigo mismo hasta el final de la vida, pues no prosperarán, pero yo creo que es una cuestión de tiempo, que también veremos personas divorciarse de sí mismas para luego volver a "casarse" con un nuevo yo.

Algunos psicólogos ven en este tipo de ceremonia un ejemplo de amor propio y de autoafirmación. En efecto, muchas de las recién casadas dicen que el acto público les ayuda a hacer las paces consigo mismas y a ser más reflexivas en las decisiones que toman. 

También hay quien piensa que esto es una muestra más de narcisismo y, en el fondo, de fragilidad.

Para los que no nos sentimos muy atraídos por las ceremonias, ni como invitados ni como protagonistas, se nos hace raro la necesidad de organizar todo esto para gritar a los cuatro vientos lo mucho que te quieres a ti mismo, pero como no hacen daño a nadie pues adelante: ¡Que viva la novia, el novio, le novie!

martes, 17 de septiembre de 2024

El Mediterráneo

 En castellano y masculino era el mar, un lugar de vacaciones; Castellón, Valencia, Alicante y las Islas Baleares. 

La Méditérranée, en francés y femenino, fue, primero de todo, tomar conciencia de que sus aguas bañaban también las costas de Francia, Italia, Grecia, etc. No porque no lo supiera antes sino porque en París tuve mucha relación con otros músicos griegos y su Mediterráneo tenía tantos o más recuerdos que el mío. Es verdad que en los suyos había yates e islas privadas y en los míos como mucho el barco que te cruzaba de Santa Pola a Tabarca, pero al final las aguas eran igual de saladas y de azules. 

Fue sobre todo el libro de Fernand Braudel, que cambió por completo mi interés por la historia, estudiada hasta entonces por mí con rigor pero sin pasión. Historia humana y también historia de la música pero siempre en torno a personajes célebres como fechas y acontecimientos clave. 

Aquel libro ponía patas para arriba los hechos y las sociedades, a los que consideraba de corta y media duración dentro de la Historia, porque la larga duración eran otras cosas. Otras cosas como esa "llanura líquida" que es el mar Mediterráneo.

Yo siempre había sentido que tenía que haber algo más. Que no todo podía ser las fechas de nacimiento y fallecimiento de un compositor o si había compuesto nueve o cuarenta sinfonías. Con Braudel, por un lado, y con la aplicación que vi hacer a los historiadores franceses de sus conceptos, por otro, mi relación con la Historia cambio, hasta el punto de que llegué a hacer una segunda tesina sobre ciencias y técnicas historiográficas por puro placer.

Ver la historia sin fijarse exclusivamente en reyes, dictadores o genios me permitía pensar de otra forma, en mi caso la historia de la música, y volver después a contemplar cualquier fenómeno musical de otra manera. 

Desde entonces cuando veo el Mediterráneo ya no es el mar de mi infancia ni tampoco el lujoso mar de mis amigos griegos sino el mar de Braudel, un paradigma, un concepto que puedo aplicar a cualquier tema que me interese, y algo mucho más importante, un faro para pensar.


lunes, 16 de septiembre de 2024

Mis años de Madrid

 En los años 70 del siglo XX por lo menos la mitad de la población de Madrid no había nacido en Madrid. Muchos eran emigrantes de otras provincias. Yo sí nací y viví allí mis primeros 20 años de vida. Después he seguido yendo mucho pero sin volver a vivir.

El Madrid que yo recuerdo es, en mi niñez, el de barrio Ciudad Jardín, del distrito de Chamartín, y, en particular la rotonda en la que confluían las calles de Puerto Rico y Víctor de la Serna con la Avenida Ramón y Cajal. La Parroquia en forma de sombrero mexicano dedicada a la Virgen de Guadalupe y el Parque Berlín fueron el marco del escenario en que se desarrolló mi infancia. Según me contaron, pero no lo recuerdo, aún era costumbre tender la ropa en los solares donde aún no se había construido y, como en los pueblos, nadie te la robaba tu ropa. Es que entonces Madrid, sin ser un pueblo, porque era la capital de España, conservaba en cada barrio un ambiente local, los vecinos y comerciantes se conocían y se trataban, chismorreaban los unos de los otros y, en general, se ayudaban.

En los siguientes diez años nos fuimos a vivir a la Avenida de la Paz, pero no fue tanto esa zona la que conocí a fondo, sino el centro de la ciudad, porque el Real Conservatorio estaba en la Plaza de Isabel II, en el actual Teatro de la Ópera. Los autobuses tardaban entonces 15-20 en recorrer toda la ciudad, desde la Avenida de la Paz hasta las Cortes y, aunque empezaban los atascos, no era comparable a lo que se puede vivir ahora, ni dentro de la ciudad ni en los accesos.

Íbamos al Conservatorio, después seguíamos en los cafés y como mucho paseábamos por los Jardines de Sabatini. Era el centro de Madrid, con sus monumentos y lugares emblemáticos pero existía vida además del turismo. Muchas tardes terminábamos en el Alabardero, el Gijón, el Lyon y tantos otros y no nos cruzábamos ningún turista, éramos los habituales que íbamos allí a leer, escribir, estudiar y charlar. Aunque saqué el permiso de conducir con 18 años me fui de Madrid sin haber conducido por sus calles (salvo en las prácticas y en el examen de conducir) y ha sido después cuando al moverme en coche he vuelto a ver calles, plazas y parques que no visitaba desde la infancia pero donde solo encajaba la mitad de mis recuerdos por todas las variaciones que habían experimentado.

Estaba tan centrada en la música clásica y me fui tan pronto a vivir a Francia que me perdí las canciones de Mecano y la movida madrileña. Cuando venía de vacaciones, y aún mi familia vivía en Madrid, me pasaba el día entre la Biblioteca Nacional y la calle Atocha que es para donde se llevaron el Conservatorio. 

Hay un tercer Madrid que he conocido a fondo hace pocos años y es el de la Sierra de Guadarrama. Pasé las pruebas para la formación de Guía de Montaña en los Picos de Europa pero la formación y el examen del Td1 (Grado Medio de Técnico Deportivo de Montaña) la hice en la Escuela de Alta Montaña de Madrid, así que todos los ejercicios, todas las clases prácticas eran en Guadarrama, desde el Puerto de Cotos a la Pedriza, desde Patones a San Rafael. 

En el Madrid de mi infancia y juventud la gente era muy amable. Una gran mayoría de la población había tenido que reiniciar su vida allí, lejos de sus raíces, y el ambiente era convivial y alegre, porque muchos de esos nuevos comienzos habían salido bien, las personas habían prosperado y no se les pasaba por la cabeza regresar a sus lugares de origen. Gallegos, vascos, catalanes, extremeños, andaluces, asturianos, cántabros, canarios... nos juntábamos todos y compartíamos la riqueza de cada región. 

Ahora, mucho más cosmopolita y apabullante que en los años 70, Madrid sigue recibiendo al viajero de un día con cordialidad. Te integras con facilidad si trabajas o estudias allí. Puede que desde el punto de vista logístico ya no sea una ciudad fácil, que los alquileres sean muy caros, que el tráfico sea densísimo, pero la gente, en su mayoría, sigue siendo abierta y amable. Sin deslucir sus museos, sus monumentos y parques, y, por supuesto, su extraordinaria sierra, es lo que mas valioso me parece a mí, esa naturalidad en el trato, que sea para unas horas, días o semanas te hace sentir inmediatamente acompañada. 

miércoles, 11 de septiembre de 2024

Las cosas innecesarias

  Para los pianistas profesionales, además del oído y las manos, lo más importante es la memoria. Franz Liszt puso de moda memorizar las partituras tanto para automatizar los gestos a toda velocidad como para lucirse en concierto. Aunque hay excepciones, la mayoría de los pianistas cuando hemos dado o damos conciertos en solitario solemos hacerlo completamente de memoria.

La clave para recordar tantas melodías, ritmos, armonías, matices y gestos no es solo formar y consolidar redes neuronales con toda esa información. Hace falta también que otras informaciones, otras redes, no intercepten las que van a permitir tocar a toda velocidad y sin papeles delante de cien o mil personas. 

Para dar un concierto de memoria y que no falle la concentración, poder dominar sin castrar las emociones de la propia música y del público y crear una interpretación la cabeza no puede estar llena de mil cosas. Hay que sacar todo lo innecesario por urgente o importante que sea para que haya una focalización natural en el programa del concierto

Es una forma de ascetismo, de minimalismo mental, que no exige solo la música sino todas las actividades que requieren mucha concentración y que son a la vez físicas y mentales. 

Liberar espacio, pulsar la tecla DEL para que desaparezcan todas las preocupaciones cotidianas y el mundo se reduzca a esa sonata, esa rapsodia, esos nocturnos en que hay que conectar con el compositor, con uno mismo y con el público en fracción de segundos. 

Cuando era joven yo llevaba este minimalismo mental al extremo y quince días antes de un concierto no abría cartas (escribía y recibía muchas), limitaba muchísimo las llamadas telefónicas, medía el número y tema de lecturas, películas o programas de televisión. Llegaba al concierto vacía del día a día habitual, ligera de peso mental, para poder concentrarme por completo en la música. 

Con el ritmo de conciertos que llevaba prácticamente me pasaba nueve meses en estado de ascetismo mental y no echaba de menos vivir de otra forma. Eso me dejó el reflejo natural de vaciar la cabeza de cosas innecesarias, que entonces solo hacía por la música, y que a lo largo de la vida me ha sido de una inmensa utilidad en todo.

Hoy en día no paro de ver personas adultas dispersas que ellas mismas confiesan una total incapacidad para concentrarse en aquello para lo que tienen talento. Por supuesto tienen que atender a muchas obligaciones laborales o familiares, pero también tienen dificultad para establecer una jerarquía en las prioridades de su vida.

 A mí también me pasa: quedan muy lejos aquellos años en que las dispersiones eran muy concretas y en momentos muy precisos por algo muy grave como el fallecimiento o enfermedad de alguien querido. Incluso en alguno de esos momentos la dificultad vital se me conectaba en la cabeza con el repertorio pianístico. El día que murió mi abuelo estuve trabajando el Impromptu n°2 de Chopin, un pasaje en particular que nunca había llegado a entender hasta ese momento preciso. 

Tal vez la clave no era que fuera joven sino que no había tecnología. En casa había una televisión y un teléfono fijo. Estudiaba con libros, apuntes, partituras, cuadernos y el piano. Cuando me independicé desapareció la televisión y solo tenía teléfono fijo, hasta que en 1994 me compré el primer ordenador, que servía para escribir y para investigar. 

Se nos ha ido de las manos, incluso a mí, que en comparación con otras personas paso poquísimo tiempo en compañía de la tecnología. Aun así, si pienso todas las cosas innecesarias que he visto o leído en una semana me parece preocupante. Antes me relajaba estudiando y ahora viendo bobadas.

Soy una persona de mi tiempo, que por suerte no tiene adicción a la tecnología ni al móvil ni a las redes sociales ni a las aplicaciones. Soy una persona de mi tiempo que, como la mayoría de las personas de mi tiempo, estoy perdiendo horas que podría invertir en algo más valioso, aunque sea dormir un poco más. 

Nos estamos engañando, somos víctimas de unos logaritmos endemoniados que llenan nuestra cabeza, a veces nuestras vidas, de cosas innecesarias.

lunes, 9 de septiembre de 2024

Los valores familiares tóxicos

Sigue habiendo en España algunos valores familiares ancestrales que aún no se han conseguido erradicar.

Ya nadie espera que sea la mujer la que se ocupa solo de las tareas del hogar y nadie espera que solo el hombre traiga el sueldo a casa, pero sigue prevaleciendo dentro de las familias españolas que, en el cuidado de enfermos, ancianos y discapacitados, unos tengan más obligaciones y más responsabilidades que otros. Sigue habiendo una jerarquía: La tarea de atender a los demás se adjudica antes a la mujer que al hombre, a los solteros que a los casados, a los que no tienen descendencia frente a los que sí los tienen. 

Las estadísticas lo demuestran y la prensa lo recoge regularmente. Es casi imposible encontrar una familia donde se logre un equilibrio. Hables con quien hables, cada vez que comentas este tema y descubres un poco de lo que pasa en cada casa, siempre hay uno de los miembros que está mucho más implicado que los demás, sin que haya una razón de peso para ello. 

A raíz de lo que se vio y vivió durante la pandemia, del abandono de ancianos y enfermos por parte de sus propios hijos, incluso si vivían en la misma ciudad y hasta en la misma calle, se han modificado las leyes sobre la herencia. Antes unos padres para desheredar a uno o a todos los hijos tenían que haber sido maltratados física y/o verbalmente, ahora basta con no ser atendidos en sus necesidades vitales.

Este cambio en la legislación, que cada día cuenta con más jurisprudencia, está terminando por fin con el abuso de los hijos  que después de no haber movido un dedo por ayudar a sus padres se presentaban el día de la lectura del testamento a reclamar lo suyo. Es un gran avance que va a ir frenando a todos los aprovechados.

Al igual que en su momento las personas no se atrevían a denunciar los abusos que sufrían por parte de sus parejas, no está la sociedad española todavía preparada para que se presente una persona adulta en una comisaría a denunciar los abusos que sufre por parte de sus propios padres, hermanos o hijos. 

Si Freud levantara la cabeza se frotaría las manos ante la cantidad de libros que podría escribir y casos que podría tratar. 

La familia debería ser un espacio protegido para todos sus miembros y, sin embargo, es el lugar donde se encuentran algunos de los daños más grandes que a nivel psicológico puede sufrir un ser humano. En 2024, no en el siglo XIX. 

Por eso estoy convencida de que las leyes en relación con la familia parental seguirán evolucionando y tal vez llegará a haber una ley de divorcio intrafamiliar, en que una persona adulta pueda ir al juzgado a solicitar un divorcio de alguno o algunos de sus familiares. Porque por mucho que evoluciona la sociedad, por lo menos en España, no nos entra en la cabeza que el ADN no es una tarjeta de crédito infinita.

viernes, 6 de septiembre de 2024

Demencia senil

 Hace décadas que oigo estas palabras, «demencia senil». En la boca de familiares, amigos, conocidos, en los medios de comunicación, y también cuando impartí clase en el Grado de Trabajo Social y en el Máster de Musicoterapia. 

Mi atención siempre se había focalizado en la segunda parte, «senil», porque es una familia de enfermedades que casi siempre se diagnostican en ancianos. Nunca, hasta ahora, había reparado en serio en la otra parte, en la palabra «demencia». O, en todo caso, me había quedado en la segunda acepción de esta palabra según el Diccionario de la Real Academia y ni siquiera completa, solo el comienzo: «Deterioro progresivo de las facultades mentales».

Al verla de cerca, en un ser querido, por mucho que sea «senil» la demencia es demencia, es decir, también según la RAE: «locura, enajenación, enloquecimiento». O, si nos fijamos en el final de la segunda acepción: «Deterioro de las facultades mentales con graves trastornos de conducta».

La demencia senil es una forma de locura.  

No es solo el deterioro cognitivo del cerebro como se deteriora la vista o el oído. También es o puede ser locura, como la psicosis o la esquizofrenia. Por mucho que suceda en la cabeza de un anciano es una enfermedad mental en toda regla. 

Observo cómo los enfermos de demencia senil te hacen la misma pregunta entre 3 y 5 veces por minuto. Respondes, respondes, respondes. Fuerzas a tu cerebro un comportamiento antinatural de disco rallado. Modificas el camino natural de las redes neuronales bien constituidas. Una semana después, un mes después eres tú el que empieza a tener olvidos, despistes y torpezas cognitivas. No, no es porque la demencia senil sea contagiosa (que sepamos), sino porque por ayudar y acompañar al enfermo has obligado a tu propio cerebro a rozar lo patológico. 

Observo también la ligereza con la que la gente (familiares, vecinos, conocidos y, a veces también, personal sanitario) diagnostican demencia senil sin ni siquiera asegurarse de que los síntomas cerebrales no son fruto de otra enfermedad. La tiroides, el hígado y hasta la sífilis pueden producir trastornos mentales, desde esa sensación de niebla en la cabeza hasta alucinaciones. 

También me causa estupor, cuando se confirma la demencia senil, que se habla de los síntomas como si fueran los de la gripe. «Ah, sí, tiene manía persecutoria.», «claro, claro, eso es un brote de agresividad», etc.

La demencia senil en todas sus formas es una de las enfermedades más graves que tiene que afrontar la sociedad actual. Los que tenemos a algún ser querido con ella no tenemos tiempo ni de llorar la pérdida de la cabeza que tuvieron. No nos queda un segundo para estar tristes recordando si fueron inteligentes, brillantes, con una memoria de elefante o con un humor finísimo, porque cada instante está dedicado a proteger y a protegernos de la locura, a mantener los pies en la tierra a pesar de haber respondido 150 veces en la misma mañana a «¿has comido ya?». A saber detectar cuando los fantasmas y monstruos que habitan las cabezas que se están pudriendo van a despertarse, a saber cómo hacer que se evaporen como una pompa de jabón. A infundir fortaleza a la persona que, en los momentos de lucidez, se da cuenta de que ha perdido parte del cerebro. A controlarles cuando creen que están igual que hace 20 años.

La demencia senil es locura. 

Locura de un cerebro que, en el pasado, fue cuerdo, que en muchos o algunos momentos, aunque duren un instante, sigue siendo cuerdo. La demencia no permite cuidar como cuidas a un enfermo de cáncer o a un anciano sin demencia. Es otra galaxia, otro idioma que hay que descifrar y conseguir hablar. Te explota el cerebro aprendiéndolo como si intentarás estudiar cinco idiomas a la vez. 

Lo bueno es que, de vez en cuando, tienes éxito y hablas ese idioma extraño con fluidez. No solo te comunicas y consigues ordenar el caos sino que haces feliz al enfermo. Esos momentos etéreos son estrellas fugaces en medio de la noche, minutos que duran para siempre y que desafían toda la dificultad.

jueves, 5 de septiembre de 2024

Mis años de Madrid

 Soy madrileña pero solo he vivido 20 años en Madrid, mis primeros 20 años. 

Vivíamos en el Barrio de Ciudad Jardín, muy cerca del Parque Berlín que se había inaugurado en 1967

Slow runners

Nací en una época en que andar era una cosa y correr otra. Entre medias como mucho había la marcha, esa forma de andar a toda velocidad que alguna vez admirábamos en las retransmisiones deportivas.

El que corría corría. Levantaba los pies del suelo y tendía a ser rápido, no digo olímpico, pero sí rápido. La diferencia con los que caminaban, fuera dando la vuelta al barrio o ascendiendo una montaña, estaba clara.

Después aparecieron los corremontes, esos montañeros rápidos que necesitaban mucho menos tiempo en cualquier ascensión que montañeros experimentados. Corrían en pistas, senderos y también en roca, en suelos inestables de todos los tipos, con barro, nieve o en la arena de los desiertos. En pendientes de más de 20% de inclinación a veces subían andando pero, si te fijabas en los tiempos, imponían el mismo respeto que cuando les veías correr. Muchos de ellos, además, bajaban a tumba abierta, como si no hubiera un mañana o les persiguiera un oso. No se caían, evitaban raíces, hoyos, piedras; se les hundían los pies y piernas en el barro, la nieve y el agua como si nada. 

Algunos corredores que se habían curtido en el Atletismo empezaron a animarse con las carreras de montaña y les gustó. Primero por la montaña, segundo porque si venían con buenos tiempos en asfalto en montaña podían destacar. 

Hasta aquí todo más o menos normal. Unos caminaban y otros corrían, unos eran andarines, caminantes, senderistas; otros corredores, corremontes o runners.

Todas estas categorías se han mantenido y ha surgido una nueva, la de los slow runners, los corredores lentos. 

Un corredor lento es el que corre un kilómetro en llano en más de 7-8 minutos y al que le cuesta bajar de estos tiempos. Si participan en una carrera de 5 kilómetros sus tiempos oscilan entre 35' los más rápidos a 50' o más. No suelen correr toda la distancia que elijan sino como mucho correr un tercio o la mitad y andar el resto.

Antes no era el objetivo de nadie practicar un deporte en que caminaras y corrieras, eso era solo una forma de comenzar a correr. Muchos no lograban llegar a sentirse cómodos corriendo, así que se conformaban con andar y mejorar como senderistas o evolucionaban hacia la marcha o la marcha nórdica.

A casi nadie que no pudiera correr cómodo 5 kilómetros se le ocurría inscribirse en una carrera de 10 km y mucho menos en una media maratón o en una maratón completa. De la misma forma que senderistas básicos que de vez en cuando hacían una excursión de 10-15 kilómetros no pensaban en inscribirse en una carrera de montaña técnica de ultradistancia.

El sentido común venía, en general, de fábrica.

Ahora un slow runner que no consigue correr 5 kilómetros en llano se te apunta no solo a una maratón de asfalto para terminarla, en el mejor de los casos, en 5-6 horas sino que tampoco duda en apuntarse a una media maraton, maraton y ultramaratón de montaña con miles de metros de desnivel. El proyecto no parece ser llegar a correr sino ser finisher, es decir, terminar y poder enseñar la medalla o diploma en las redes sociales. O incluso no terminar y compartir la experiencia.

Este cambio de perspectiva se justifica diciendo que el slow runner también es un runner, que el corredor lento también es un corredor; pero, en el fondo, se está llamando correr a lo que es andar o como mucho combinar correr y caminar.

 Lo que me llama la atención es que tanto las organizaciones de muchas carreras como las marcas deportivas lo están fomentando. Ya he visto, en las redes sociales, varias infuencers slow runners invitadas por una gran marca de ropa y calzado deportivo a todo el evento UTMB con antelación para conocer el recorrido y después a la carrera: equipación, viaje, hotel, todo. Prefieren patrocinar a slow runners  que, en el mejor de los casos, terminarán los últimos antes que a corredores que pueden hacer un top 25-50 absolutos.

Mi conclusión es que vivimos un tiempo donde todos queremos todo y, si no podemos con algo, pues lo reformulamos, lo reinventamos y ya está. Pronto existirá el chair running, donde se te considere corredor parándote cada kilómetro a descansar en una silla; o el car running donde puedas afrontar la maratón conduciendo despacio y todas contarán con muchos adeptos y patrocinadores. 

Ninguna de estas modalidades levantará los pies del suelo de principio a fin y, por lo menos para mí, por eso mismo, carecerán de la magia y de la sensación de libertad que da correr de verdad.

miércoles, 4 de septiembre de 2024

Parques eólicos

 No me gustan. No me gustan nada. 

Ya entiendo que son una fuente de energía y que, según dicen, es renovable y limpia; que se considera barata y permite la alimentación de las casas, pero no me gusta y espero ver un día cómo se inventa algo mejor y se desmantelan uno a uno todos los parques eólicos.

No hace ni diez años viajaba por España descubriendo la orografía del país y los horizontes de las sierras estaban limpios. Ahora intento contar desde lejos estos fantasmagóricos molinos de viento y sí, a veces son entre tres y diez, pero en algunos casos no me da la vista para identificar si son 25, 100 o más. 

La contaminación visual es indiscutible. 

Menos mal que hice el Camino de Santiago desde Madrid antes de que los Montes Torozos se convirtieran en el objetivo de los promotores de estas energías. Ahora hay casi más que flechas amarillas indicando la dirección a Santiago. Recomiendo ver las fotografías de Jonathan Tajes que ilustraron el artículo del Día de Valladolid «Energías limpias, paisajes sucios». Parecen el escenario de una película catastrofista de extinción humana. 

La contaminación acústica es evidente en cuanto te acercas, y no solo para la fauna. Algunas personas que viven cerca de los parques eólicos (porque sí, a veces también se han construido muy, muy cerca de los pueblos) se han quejado de los efectos sobre su salud y ya tiene diagnóstico: «síndrome de la turbina eólica». Invaden el espacio humano y el espacio animal, contaminan sus hábitats y costumbres.

Por si todo eso fuera poco o insuficiente queda el capítulo del homicidio en masa de aves, murciélagos e insectos. Los brillantes ingenieros y políticos que han elegido los lugares donde convenía poner estos artefactos no se han molestado en mirar si los iban a poner en medio de una ruta migratoria. Este es el talón de Aquiles del proyecto, para el que ya van a tener que revisar las leyes y buscar soluciones.

Se habla menos del efecto que los aerogeneradores producen en el aire, pero tampoco debe de ser muy sano. Ahora sabemos que hay metales pesados y microplásticos en casi todo lo que comemos, pues pronto habrá que añadir todo lo que los parques eólicos agitándose a esas velocidades nos eche sobre los cultivos y las aguas. 

Dicen que esta energía genera mucho dinero para los municipios, mucho más que la agricultura. Así andamos en España, comprando el girasol a Ucrania y pagando el aceite de oliva a precio de lujo, mientras provincias como Valladolid, donde se da muy bien el girasol, el olivo, los cereales, las legumbres y muchas hortalizas, llena sus campos de placas fotovoltaicas y aerogeneradores. ¿El dinero va para las arcas del municipio, va para los habitantes de esos pueblos? ¿O va para las empresas que cotizan en bolsa con todo este asunto? Vaya para donde vaya, ¿compensa?

Fíjense en la fotografía de la reciente inauguración del parque eólico de Andella ubicado entre los municipios de Adalia, Mota del Marqués, Torrelobatón y Villasexmir: los promotores y autoridades delante de los campos verdes de mayo con fondo rojo por las amapolas, el cielo azul y, en un lateral, dos aerogeneradores muy discretos. «Somos energía limpia» -parecen estar diciendo al unísono. Pues bien, entre todos los parques eólicos de la zona suman medio millar de aerogeneradores, medio millar, no dos en una esquina. 

Cruzo los dedos para que, más pronto que tarde, el boom de las energías renovables se desinfle. Seguro que ayudará cuando el paquete de pipas de girasol cueste 100 euros y el litro de aceite de oliva 500, cuando sigan desapareciendo especies protegidas de pájaros y tengamos que comer los insectos que ya no podrán devorar los murciélagos muertos.

No soy una experta de las energías renovables ni del impacto medioambiental pero yo esto no me lo creo, no me creo que esto sea esa gran solución que intentan vendernos. A mí no me encaja nada, no me convence que el precio para acabar con los combustibles fósiles sea llenar la naturaleza de estos monstruos que matan millones de aves cada año. A mí todo esto me parece un negocio y una lección maestra de hipocresía.

martes, 3 de septiembre de 2024

La gente de Valladolid

No soy vallisoletana, mi madre y mi hermano sí, también lo eran mis abuelos maternos, mis tíos y algunos de mis primos. 

Me instalé en Valladolid en el año 2004, llevo aquí 20 años. He visitado esta ciudad desde que era un bebé y tengo recuerdos lejanísimos y difusos de algún viaje cuando solo tenía tres años, y después de cada estancia durante la niñez y adolescencia. 

La ciudad y la provincia, aunque no tienen la espectacularidad de otros paisajes de montaña de Castilla y León, me gusta mucho y sigo intentando descubrir rincones cada semana. Tengo más tendencia a ser exhaustiva con la naturaleza que con los museos y monumentos históricos, pero tampoco los dejo atrás. Así, si en el futuro dejo de vivir en esta ciudad y provincia, no me arrepentiré de lo que no conocí.

Cuando llegué en el 2004 aún se estilaba, cada vez que decías que vivías o venías de Valladolid, que te replicaran «Fachadolid», un calificativo despectivo que tiene su historia pero que, en estos 20 años, yo no he percibido como algo justificado ni una sola vez. 

Lo primero que me llamó la atención, en cuanto empecé a quedar con otras personas de mi edad, es que la distancia entre el centro de Valladolid y la parte sur, lo que se conoce como las Puertas de Valladolid, les parecía lejos. Una distancia que se recorría en 15-20' en autobús, después de haber vivido en Madrid y otras capitales europeas, a mí me parecía todo lo contrario, muy cercana. Tal vez eso podía explicar que cuando las familias de Valladolid se habían comprado una segunda residencia estuviera a, como mucho a 45-60' en coche. Vivían en el Paseo Zorrilla y veraneaban en Simancas o en Tordesillas. Eso no significa que no hicieran viajes largos nacionales e internacionales, pero la inversión económica de una segunda casa, bodega o merendero muchos la hacían muy cerca.

Después empecé a escuchar que se denominaba a las personas como parte de su familia y clan: «los tal», «los cual». En mi propia familia nosotros solo éramos para algunos «los de Madrid», no nos daba el linaje para más, ni siquiera, por ejemplo, para que se nos denominara «los Montes» (que es el apellido de mi padre).

Creo que esa forma de nombrar a las familias, que lleva implícita consciente o inconscientemente una jerarquía, es una herencia de la época en que los nobles castellanos dirigían Castilla y parte de España: «los Mendoza», «los Zúñiga», etc. Los que hemos venido a vivir aquí de adultos sentimos que no es fácil integrarse, porque hagas lo que hagas no hay forma de entrar en el cerrado círculo de «los tal». Incluso cuando alguien contrae matrimonio con uno de ellos no llegará a ser uno de ellos.

Distantes, esa es mi imagen de la gente de Valladolid. 

Pasar del «hola, buenos días» a la amistad es en Valladolid más difícil que inscribirte y terminar los 100 kilómetros de Santander. Por eso muchas personas, tanto vallisoletanos como de otros lugares, dicen no tener amigos aquí. Si por una conjunción astral intimas con alguien, por ejemplo, disfrutas de una conversación personal de 2h con una vecina, un tiempo de calidad que, en cualquier otro lugar sería el punto de partida de una buena amistad, aquí se quedará en nada. Dos días después te saludará pero como si aquella tarde en la que se habló a corazón abierto jamás hubiera existido o como si se hubiera arrepentido de ello. 

En el pasado este carácter distante e indiferente se justificó con los rigores de la agricultura y de la meteorología, pero en Valladolid ciudad no te andas cruzando agricultores todos los días y el clima es muy llevadero tanto en invierno como en verano. Simplemente es así, una forma de ser con los que no son de tu clan, una falta de interés real por conocer a los demás. Ojalá fuera desconfianza, pero no, es pura indiferencia. Como si fuera de su mundillo no pudiera existir nada ni nadie que, para ellos, valga la pena.

En mi caso, he podido traspasar unos cuantos muros de indiferencia a costa de no tomármela como algo personal y porque venía muy entrenada de haber vivido, desde muy joven, en el extranjero. Aún así muchas veces me he preguntado si me ha sido más difícil integrarme en Valladolid que en París. También me ha facilitado mucho las cosas el ambiente deportivo, que tiene sus propios códigos y donde sí existe la posibilidad de que compartir una carrera o un partido de tenis desemboque en una charla y después haya continuidad.

El contraste es muy llamativo, entre la facilidad del día a día que ofrece la ciudad de Valladolid y la dificultad de cimentar una vida social si no eres de aquí. 

Una pena para todos: para el que viene porque traga dosis de soledad y para los de aquí porque se pasan la vida girando sobre sí mismos. A ver si en lo que se refiere a Valladolid va a tener razón el filósofo italiano Antonio Gramsci cuando dice que «La indiferencia es el peso muerto de la historia».

lunes, 2 de septiembre de 2024

El lector

La mayoría de las personas que escribimos lo hacemos por necesidad de expresar ideas y opiniones. No nos es suficiente con pasar horas comentando con familiares, amigos o colegas lo que pensamos de tal o cual tema. Necesitamos verlo escrito. Ver, como dicen los franceses, «letra negra sobre fondo blanco». Recorrer las frases con la vista y reconocer que eso es lo que queríamos decir, corregirlo, mejorarlo o borrarlo. Volver sobre ello unas horas, días o años después y mirarse en el espejo de esa letra escrita. En definitiva, no escribimos, por lo menos no al 100%, para crear un acto de comunicación con los lectores. Hay primero un diálogo apasionante con la idea que necesitamos expresar o, como dijo Truman Capote, «con la música que hacen las palabras».

Luego llega el lector, el primer lector, sea alguien a quien tú mismo le das a leer tu texto o alguien que lo encuentra cuando se ha publicado y decide ojearlo. El segundo, el tercero, decenas, cientos de lectores en ocasiones. Te leen. Tu texto les engancha o no, se quedan a tu lado o se van. Unas veces depende de ti, de que no hayas sido capaz de captar y mantener bien la atención del lector; pero otras muchas depende de ellos, de que no sean capaces de leer ni 1000 palabras seguidas. El lector se identifica con lo que has escrito o no, te juzga o no, emite una crítica positiva o negativa. Se queda o se va.

Te llegan mensajes de todo tipo, y muchos positivos, del impacto de lo que has escrito en esos lectores que te han querido acompañar. Descubres ángulos en tu propio texto, gracias a las percepciones de otras personas, que no habías pensado o querido voluntariamente plasmar pero que, en efecto, ahí están. 

Ahora, además, están los haters, algo que no he experimentado en primera persona pero que tiene pinta de ser, por un lado, muy desagradable, y por otro, muy útil. Desagradable porque la violencia verbal con la que expresan sus opiniones no corresponde a la situación: tú has escrito un texto y parece que les has causado un daño personal. Útil porque su intervención crea polémica, debate y movimiento y, gracias a ellos, se multiplica el número de lectores.

 El texto vive a partir del momento en que se escribe y se publica en papel o en formato digital. Se hará famoso o no lo leerá nadie, pero el texto vive. 

Por eso se dice que un libro, un artículo, una entrada en un blog «ve la luz» como un recién nacido que sale del vientre materno. La presencia del lector tiene consecuencias y de ahí el agradecimiento que, en cuanto escribes y publicas algo, sientes por tus lectores. Ellos completan y enriquecen la vida del texto, le ayudan a crecer, le ayudan a ser. Aún así, y sin restar en nada su inmensa aportación, la mayoría de los escritores coinciden (coincidimos) en que el valor, el placer de ser leído no es comparable al de escribir, porque expresar las ideas, las emociones, los sentimientos es un acto mágico de introspección, de meditación, de tener acceso a lo que sueñas y deseas pero jamás vivirás o a lo que viviste en el pasado y habrías deseado que fuera eterno. 

Lo hagas mejor o peor, seas un escritor profesional o aficionado, escribir es un privilegio. Espero que nunca más, por grandes y acaparadoras que sean las obligaciones de mi vida personal, se me vuelva a olvidar.

domingo, 1 de septiembre de 2024

Balance de agosto

El 1 de agosto empecé este reto de escribir a diario un texto de opinión. Mis objetivos eran dos: compartir las ideas y temas que me vienen a la cabeza y recuperar la disciplina de sentarme todos los días a escribir. 

Tras la primera semana ya me di cuenta de que lo de escribir a diario era un sueño, una fantasía. Al haber acogido en mi casa a mis dos padres ancianos todo se ha descolado: no solo los armarios donde ha habido que hacer sitio para sus cosas, sino la casa, los horarios y hasta el descanso. Yo que muy pocas veces a lo largo de mi vida he padecido insomnio me he encontrado a las tres de la mañana, y tras un día agotador, con los ojos como platos intentando negociar con mi cuerpo y mi mente para que dejaran de pensar y se durmieran.

No les traje a mi casa en un momento de preocupación o compasión, no ha sido un acto impulsivo, sino que es algo que he pensado y ponderado durante dos años para evitar que terminen su vida en una residencia. Seguro que funcionan muy bien y que hay muchas donde los ancianos se sienten como en casa o incluso mejor, pero yo las veo como una cárcel donde un ser humano pierde casi toda su libertad, y tampoco he sido capaz de dejar a mis perros un solo día en una residencia canina. Como todo en la vida, aunque la reflexión y el diseño estén bien hechos, aunque sean impecables, aunque estés convencido de que es la decisión que quieres tomar y el camino que quieres andar, luego hay que bajar a la realidad y ahí empieza la fiesta. 

Pensé en abortar el reto de escribir a diario un texto de opinión y dejarlo para cuando lleguen unos meses menos ajetreados. ¿Y si no llegan? Así que decidí que no, que si no podía a diario sería «casi a diario» y que iba a sacar el tiempo sí o sí. Ahora llegamos al 1 de septiembre y, mejor o peor, he podido conciliar la realidad con el reto. 

Escribir estas entradas en septiembre no será más fácil que ha sido en agosto, me seguirá costando muchísimo sacar tiempo para esto; volveré a preguntarme si dejo caer este reto y me responderé que no. Tal vez no me dará tiempo tampoco en este mes a impulsar la difusión de estos textos, pero por ahora me conformo con escribirlos. 

Cuando aprendes a correr hay una técnica muy humilde que suele dar muy buenos resultados: CACO, Caminar-Correr, alternar minutos caminando con minutos corriendo y, poco a poco, reducir el tiempo en el que andas para aumentar de forma progresiva el tiempo en el que corres. 

La adaptación de esta técnica a la escritura es lo que me ha salvado el reto en agosto: combinar días en que las ideas fluían y podía estructurarlas y redactarlas a mi ritmo normal, con otros en que me interrumpían en cada línea y perdía el hilo, no siendo capaz ni de concluir un texto de 500 palabras.

Voy a por septiembre con realismo y fuerza, sabiendo que habrá textos en que caminaré tan despacio que me preguntaré si estoy parada, pero manteniendo el objetivo de aumentar, con respecto a agosto, el tiempo de carrera. Correr y caminar según los días, tachando en la agenda el «entrenamiento» conseguido para motivarme y creer que podré conciliarlo todo.